(imagen de la red)
LA
VOCACIÓN TARDÍA
Elisa nunca había escrito nada más allá de las cartas que, por
su trabajo de administración, se vió obligada a hacer en su vida laboral, pero
escribir historias o contarlas nunca se le dio bien, para eso ya estaban los
grandes escritores de los que ella era una lectora empedernida.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, se había hecho con un
pequeño cuaderno y escribía en él sin parar todo el día. Sus hijos no
comprendían esa vocación tardía que había surgido en su madre de la noche a la mañana, ni se imaginaban que
podía estar escribiendo a todas horas con el bolígrafo en ristre y sin coger el
ordenador, que resultaba mucho más fácil, aunque bien es verdad que, desde que
se jubiló había perdido mucha destreza con las teclas.
¿Pero qué escribiría con
tanto interés que hasta se olvidaba de comer y dormir?
"Siempre esperaba con ilusión que llegara el domingo. Era
mi día favorito de la semana porque comía con los abuelos. Las comidas en casa
de los abuelos me lo pasaba tan bien que si tuviera que definir lo que es la
felicidad sin duda me referiría a ese momento
de mi vida.
En verano nos juntábamos en su casa toda la familia. En aquel
cigarral grande en mitad del monte,
lleno de árboles frondosos que con su
sombra ofrecían un alivio al calor sofocante de la estación estival, que por
allí se vivía con gran intensidad.
El salón era amplio , orientado a poniente y tenía una vitrina
muy llamativa en la que el abuelo iba poniendo todos los recuerdos que traía de
sus viajes. En el centro estaba la gran mesa de roble donde comían los mayores,
a nosotros, los niños , nos colocaban en una supletoria que ponían al lado,
solo para ese momento. Allí me sentaba yo, con mis primos, pero siempre al lado
de Carmencita, la hija mayor de mi tía Carmen, con la que compartía edad,
colegio y todos los secretos e inquietudes propios de la niñez.
Entonces, una vez colocado todo el mundo,Marita, la cocinera
de la abuela, iba sacando los guisos en una gran fuente muy bien presentada, y
uno a uno nos servía teniendo en cuenta las preferencias. Yo, que era mala
comedora, estaba deseando que llegara el postre porque siempre preparaba aquel
pastel de chocolate con nata que estaba para chuparse los dedos. La alegría ,
las risas, las pequeñas peleas entre primos regaban la mesa dándole un sabor
dulce y entrañable, que ahora al recordarlo me hace ¡tan feliz!
Después de comer, el abuelo con su enorme bozarrón decía:
"¿Quién se quiere echar la siesta conmigo?"
Y una hilera de mocosillos le seguíamos entre gritos para ver
el que se hacía notar más.
Nos juntaba a todos en el porche y nos contaba sus hazañas
vividas en sus largos viajes por el mundo. Nosotros le escuchábamos fascinados
y sin pestañear, y le pedíamos que lo
repitiera una y otra vez. El abuelo era único contando cuentos, sabía poner la
entonación adecuada en cada momento de la narración, hacía mil voces diferentes
y con frecuencia dejaba el relato en suspense para avivar la atención. ¡Era
genial!. Yo le adoraba y celebraba con alegría el teimpo que podía pasar con
él.
Pero después de un rato de charla y tras la copiosa comida que
nos preparaba Marita, el sueño iba haciendo mella en él, y entonces nos
despedía con un caramelo de anís para cada uno y nos mandaba a jugar fuera, mientras
él se iba al butacón de su despacho a cabecear un rato..."
Elisa dejó de ser niña hace mucho tiempo. La arrugas surcan su
rostro y las canas se han apoderado completamente de esa melena cobriza que fue
la envidia de muchas. Muy pronto ella misma se convertirá en abuela, pero la
enfermedad la acecha escondida en las sombras, va tras ella y no le da tregua.
Necesita un tiempo que no tiene antes de que estos y otros bellos recuerdos se
borren de su memoria para siempre, y por eso escribe y escribe sin parar. Ella
no podrá contar historias a su nietos, como hacía el abuelo Juan, pero las
dejará escritas para que las lean y sepan quién fue su abuela. Solo así podrá
descansar.