Zacarías y Boni eran dos ancianos pobres y desamparados que no tenían donde ir. Él, sordo como una tapia y ella casi ciega. La pensión les debía alcanzar para poco y él fabricaba sogas de esparto para vender. Antes de que nosotros llegáramos vivían miserablemente en una pobre casita en mitad del campo, se alumbraban con candiles y recogían el agua del arroyo para lavar. En invierno, el frío y los bichos se colaban por las rendijas de las puertas y ventanas. Ratones y chinches los había a montones, y dudo mucho que tuvieran el calor suficiente para calentarse.
Le vendieron a mi padre su casa en ruinas, él la adecentó, la hizo habitable y les dejó quedarse con una habitación para dormir y otra más pequeña que hacía las veces de cocina, porque no encontraron donde ir, aunque los dos tenían hijos de diferentes matrimonios, pero aparecían por allí pocas veces y siempre de visita corta.
¡Qué tristes y solos estaban! Daban pena. Nuestra llegada supuso muchos cambios importantes en su vida, casi gastada y poblada de penalidades. Sus condiciones de vida mejoraron y también la soledad y el abandono en el que estaban inmersos. Nuestra llegada fue como un rayo de luz en la oscuridad y casi sin querer, encontraron una familia que les adoptó.
Boni era muy delgadita y tenía todo el pelo blanco y abundante que se recogía en un moño. Debió ser alta y esbelta en su juventud. le gustaba cogerme en sus rodillas mientras me hacía coletas y me trataba como si yo fuera su nieta.Llegué a tomarla verdadero cariño
Zacarías era también menudito y muy callado, hablaba muy poco y se abstraía en sus quehaceres, quizá porque al estar sordo no se enteraba de las conversaciones. Siempre estaba trajinando con el esparto. Lo colocaba en una especie de abrevaderos para cerdos que tenía en el patio, lo dejaba allí en remojo después de traerlo del campo, y luego, cuando ya estaba blando para poderlo trabajar, cogía un puñado y se lo ponía debajo del brazo, se sentaba en una silla y se ponía a tejerlo muy deprisa.
Todavía tengo fresco en la memoria el día que se marcharon de nuestro lado. Vino a recogerlos una de sus hijas y se los llevó a su casa. Estaban muy mayores y llenos de achaques. La pobre Boni lloraba emocionada. Le temblaba todo el cuerpo y mi madre le ofreció algo de beber para que se tranquilizara. Pero ella sabía que salía de allí para no volver jamás. Adiós a sus montes queridos, a los tibios amanaceres y las eternas puestas de sol, al aire libre, a la hierba verde y blanda bajo sus pies, a tantos años de ir y venir por los cerros...Se los llevaban a un sitio mejor, más cómodo y seguro. Estarían más limpios y mejor atendidos, pero habían tenido que renunciar a algo vital para ellos ...
¡su libertad!