Rebuscando entre viejos documentos que guardo en el ordenador me he encontrado con un cuento que me ha llamado mucho la atención, porque trata el espinoso tema de la creatividad y la escuela. ¡Cuántas veces a los niños les cortamos las alas sin querer!
Siempre he dicho que la escuela debe ser un lugar donde el niño vaya contento, donde se desarrolle su creatividad y su ilusión por aprender.
No siempre es así y soy consciente de los muchos inconvenientes que a veces se nos ponen a los docentes para conseguirlo, cargándonos de trabajos que no llevan a ninguna parte y que restan tiempo para dedicar a sus clases. Pero hay que hacer un esfuerzo para que nuestros alumnos estén bien motivados y sobre todo tener siempre bien presente que el principal objetivo de un maestro es hacer niños felices en la escuela.
Pero no me enrollo más, que este sería otro tema para debate. Paso a contaros el cuento y ya veréis como invita a la reflexión.
Una vez un pequeño niño fue a la escuela. Era muy pequeñito
y la escuela muy grande. Pero
enseguida descubrió que podía ir a su clase con sólo entrar
por la puerta del frente y se
sintió feliz.
Una mañana, estando en la escuela, su maestra dijo: “Hoy
vamos a hacer un dibujo”. “Qué
bueno” -pensó el niño. A él le gustaba mucho dibujar, él
podía hacer muchas cosas: leones y
tigres, gallinas y vacas, trenes y botes. Sacó su caja de
colores y comenzó a dibujar.
Pero la maestra dijo: “Esperen, no es hora de empezar”, y
ella esperó a que todos estuvieran preparados. “Vamos a dibujar flores”. “Qué
bueno” -pensó el niño – “me gusta mucho dibujar flores”, y empezó a dibujar
preciosas flores con sus colores. Pero la maestra dijo: “Esperen, yo les
enseñaré cómo”, y El pequeño miró la flor de la maestra y después miró la suya,
a él le gustaba más su flor que la de la maestra, pero no dijo nada y comenzó a
dibujar una flor roja con un tallo verde igual a la de su maestra. Otro día,
cuando el niño ya había abierto la puerta de su clase, el sólito, la maestra
dijo:- “Hoy vamos a hacer algo con barro”.
-“Qué bien”, pensó el niño. Le gustaba el barro. Podía hacer
de todo: viboritas, muñecos de
nieve, elefantes, ratones, autos, camiones...
Empezó a estirar su bola de barro. Pero, la maestra dijo,
-“Esperen, no empiecen todavía. Y el niño, esperó hasta que todos estuviesen
listos.
- “Ahora, dijo la maestra, vamos a hacer un plato.”- “Qué
bueno”, pensó el niño. Le gustaba hacer platos. Empezó a hacer platos de todas
las
formas y de todos los tamaños.
- “Esperen, dijo la maestra, yo les mostraré cómo”. Y les
mostró a todos cómo hacer un
plato hondo.
- “Listo, dijo la maestra, ahora pueden empezar.”
El niño miró el plato de la maestra. Después miró los suyos.
Le gustaban más los suyos que
el de la maestra, pero no lo dijo.
Simplemente, volvió a formar una bola e hizo un plato como
el de la maestra. Era un plato hondo.
Y así fue como el pequeño niño aprendió a esperar y mirar, a
hacer cosas iguales a las de su maestra y dejó de hacer cosas que surgían de
sus propias ideas. Mucho tiempo después, ocurrió que un día, su familia, se
mudó a otra casa y el pequeño comenzó a ir a otra escuela. En su primer día de
clase, la maestra dijo: “Hoy vamos a hacer un dibujo”. “Qué bueno”, pensó el
pequeño niño y esperó que la maestra le dijera qué hacer. Pero la maestra no
dijo nada, sólo caminaba dentro del salón. Cuando llegó hasta el pequeño niño
dijo: “¿No quieres empezar tu dibujo?”. “Sí”, dijo el pequeño, “¿qué vamos a
hacer?”. “No sé hasta que tú no lo hagas”, dijo la maestra. “¿Y cómo lo hago?”,
preguntó. “Como tú quieras”, contestó. “¿Y de cualquier color?”. “De cualquier
color”, dijo la maestra. “Si todos hacemos el mismo dibujo y usamos los mismos
colores, ¿cómo voy a saber cuál es cuál y quién lo hizo?”. “Yo no sé”, dijo el
pequeño niño, y comenzó a dibujar una flor roja con el tallo verde.
Un niño. Helen Buckley